Translations at Their Best

OldEarth Aram Encounter Spanish Translation by Dr. Nava

Translations at Their Best are not mere records of written words, they comprehend the spirit of the work and bring it to life in a new language.

When my daughter started taking Spanish classes at Greenville University, she not only discovered a love for the language and a new aspect of her career development, but she also introduced me to a translating genius—Dr. Mauricio Nava,  the Spanish professor at Greenville University in Greenville, Il. While getting to know him, I realized that his passion for language expression and understanding of the nuances of meaning set him apart from the average teacher or translator.

When I discussed my translation adventures as an author, Dr. Nava was kind enough to offer to translate part of the first novel in my OldEarth series to highlight my entire translation compilation. He did an excellent job! I am both grateful and awed by his abilities. Thank you, Dr. Nava!

So here are the first seven chapters of OldEarth Aram Encounter translated by Dr. Nava. If you are interested in reading more of my translated work, please feel free to check out my Translated Books Page

 

El Encuentro de Aram

en la Tierra Antigua 

A. K. Frailey

Traducción de Dr. Nava

 

Capítulo I.

—WOODLAND—

La Tierra Más Allá

 

Aram tiritó a pesar del sudor que recorría su espalda. Unas gotas le salpicaron la cara al abrirse paso por el bosque empujando las enredaderas y el golpe de los retoños elásticos. El cansancio chupó sus últimas fuerzas. Con el dorso de su mano enlodada secó su frente.

La visión de una cálida hoguera y la carne de pierna de venado chisporroteando a la leña casi le paró el corazón. Sus exhaustas extremidades exigían descanso. Pero se limitó a negar con la cabeza. Todavía no -pronto.

Su pueblo se tambaleó estupefacto. Su huida parecía sin fin, su búsqueda fútil. El peligro acechaba en cada movimiento del oscuro bosque. Mientras su cuerpo musculoso caminaba a paso lento sobre el suelo lodoso invadido por raíces de la tardía época lluviosa, una nueva luz iluminó su mente. Todavía podía ver el pelaje leanonado y los ojos cristalinos de la bestia mientras arrancaba a su primera víctima que luchaba gritando. Cuando había escuchado los rugidos roncos bajo el brillo de la luna que proyectaba sombras disparejas de la bestia, se había quedado congelado al ver la talla del gran felino.

Había atacado en el crepúsculo cuando la luz bailaba con negrura. Su esposa, Namah, jorobada y taciturna, había estado dirigiendo los preparativos para la comida. Sus órdenes sonaban estridentes y abundantes -como de costumbre. Las otras mujeres obedecieron con obediencia típicamente silenciosa.

Él había echado un vistazo a Namah cuando el poderoso felino cayó sobre su víctima y, aunque sus ojos abiertos aterrorizados hacían juego con los suyos, ella le había aventado una pedrada a la criatura en retirada. A pesar su espina dorsal chueca, demostró fortaleza mental -no tan diferente a la del gato.

Incluso cuando ya le había disparado la lanza y otros se unieron a la acción entre la gritería de angustia y miedo, él sabía que era muy tarde. La noche era muy oscura y el gato demasiado mamut para cazar en el plomizo bosque.

Aram había conocido la juventud bien y la agonía se había apoderado de su corazón, pero su mente no respondía a su aflicción -solo al miedo. Si concedía a su clan tiempo para descansar, su angustia podría tornarse en locura. Si se seguía moviéndose, podrían escapar de ambos, la bestia y el terror.

Un niño chilló.

Pero estaban más allá del cansancio ya. Las tierras de sus ancestros quedaban tras de ellos lejos. Pronto se adentrarían en tierras desconocidas a su recuerdo. Siempre habías derivado la vida de árboles familiares, hecho cobijos apropiados, y haber hallado paz bajo sus ramas. Los bosques antiguos se entrelazaban hasta formar una foresta de inmedible profundidad. Pero sus viajes frenéticos los llevaron a tierras extranjeras.

“¿Conoces estos árboles?” Namah se recargó en un báculo cerca de su codo, abrumada por el peso de todo el bulto de tesoro terrenal que se había echado a la espalda. Ningún niño la había impedido agarrarlo. Casi doblegada, ella pujó y los dedos de sus pies chapotearon, ahogándose profundamente en el fango.

Aram echó un vistazo al adelgazante bosque. “Bueno, pues”. Giró su lanza de caoba, quitando un retoño del camino.

“¿Qué tan lejos hemos llegado?” La mirada desenfocada de Namah fingía un desinterés calmado, pero un lloriqueo cansado cauterizó sus palabras.

Las mujeres columpiaron a sus bebés chillando sobre sus hombros caídos, mientras los varones pujaban molestos, ajustando bultos en sacos harapientos. Un anciano gimió al inclinarse sobre el hombro delgado andrajoso de un niño. Una niña chilló, y una cachetada se oyó, testimonio de nervios y temperamentos agotados.

Aram gimió al considerar la luz extraña del bosque, la textura manchada de la corteza del árbol, y la advertencia de sus huesos.

“¿Acaso no es diferente la tierra aquí, Aram? Los árboles parecen estar más espaciados, y el terreno se ve llano. ¿En dónde están las colinas y los desfiladeros?” La mirada de Namah parpadeó a su esposo. Una ceja inquisitiva se arqueó.

Aram asintió. Él había conocido una tierra así -hace mucho. “Nos encontramos casi a la orilla del bosque. Ha sido una generación desde que mi pueblo pasó por aquí”.

Desde algún abismo olvidado, un recuerdo titiló a la vida. El abuelo de Aram había alguna vez contado la historia de una enrome bestia que atacó a los fatigados en la oscuridad nocturna. El cuento había parecido tan solo como una advertencia de un viejo con el fin de asustar a los jóvenes para que no se aventuraran en lo oscuro. Aram se volvió a tragar el miedo y cuadró los hombros.

Hace dos noches, la pesadilla regresó, y la bestia había atacado de nuevo. Los había seguido al acercarse a los límites de las tierras de su abuelo. Después que el gato atacó, se dirigieron a la frontera. Ahora tenían que aventurarse a lo desconocido.

“¿Tú sabes quien vive en la tierra más allá?” Naham jadeó recargándose en el tronco de un árbol maltrecho gris.

“No, crecí lejos de aquí. Hace mucho que murió mi padre, aunque algunos de los de su pueblo quizás vivan. Tenía un hermano – “Aram se rascó la barbilla, su estómago apretándose.

Namah reacomó su mochila.

“Él se aventuró a las tierras altas. Su clan incluía muchas mujeres y niños -por ello favorecía la seguridad que ofrecían las montañas. No lo he visto desde que era joven”.

“Y tu abuelo – ¿acaso no tenía hermanos?”

“Uno, pero se pelearon sobre algo secreto y se separaron. No tengo ningún deseo de conocer al hermano de mi abuelo ni a ninguno de su clan. No se les debe confiar. Nos haría bien mantener la distancia”.

Namah resopló. “De seguro, algunas de esas viejas diferencias se podrían dejar de lado en un momento como este. Quizás sepan de la bestia y nos podrían ayudar a derrotarla”.

Aram frunció el ceño. “¡No sabes nada de esto! No necesitamos ayuda. Bastará con nosotros mismos”.

Namah asintió en gesto de obediencia. Lanzó su mirada al sendero roto detrás de ellos y bajó la voz. “¿La bestia viajaría tan cerca de la orilla de bosque? ¿No temería estas extrañas tierras?” Su mirada fija examinó su cara al ponerse el sol.

Inclinando su cabeza de lado al considerar, Aram exhaló y levantó la mano. “Descansaremos aquí la noche”.

Se oyeron pujidos y suspiros mientras los bultos se deslizaban al piso y las rodillas se enterraban en reposo sobre la tierra.

Al estudiar el panorama, la mirada de Aram analizó la expansión. Los densos bosques de madera quedaban atrás; un espacio abierto reveló espacios abiertos de tierra desnuda cubierta solo por pastos altos que se mecían en la brisa.

Los ojos negros de Namah se achicaron.

Una voz cortó el silencio con fuerza abrupta. “¡Aram!” El hombre más grandulón del clan, Barak, se echó su manto de pieles más allá del hombro y su pecho de barril se infló como si estuviera a punto de efectuar un largo pronunciamiento. Su cabeza se ladeó como la de un ave de rapiña sobre su presa. Cuando se acercó al lado de Aram, cruzó los brazos. “Estamos cansados de huir. Las mujeres están más allá de sus fuerzas, y algunos de nosotros dudamos del rumbo que estás tomando”.

Con esfuerzo mínimo, los ojos de Aram voltearon al lado.

Aquellos miraron frunciendo el cejo con confusos.

Aram aplaudió para atraer la atención y dirigirse a la asamblea. “Esta noche encenderemos varias fogatas en vez de una. Hagan un gran círculo de llamas, y dormiremos dentro de su protección. Mañana viajaremos hacia las praderas sin arboledas. Tomando una zancada a un enorme y antiguo pino, Aram se desató la capa y la aventó sobre una cama de agujas de pino secas. Recargándose sobre el árbol y doblando sus manos a manera de almohada, cerró los ojos.

Namah analizó la gente incierta y se enmascaró con una sonrisa titubeante. Su voz se alzó en mando. “Busquen fajina y busquen agua fresca”.

Ella juntó sus ideas tal y como un ave juntaría varas para un nido. Con paciencia, ella mandaría -a su manera. Su mirada recorrió desde su marida a Barak. Una mirada se alzó desde sus adentros mientras que su corazón rebosó de emoción.

 

Capítulo II.

-LA NAVE MERCANTE INGOTI-

-LA TIERRA ANTIGUA-

El Curso de Intercepción

 

Ingoti- seres de enorme talla entre 1.83 a 2.13 metros de estatura, cuyo origen es el planeta Ingilium. Extremadamente pesados debido a su excesivo peso y cintura; también son rápidos y poderosos. Nunca se les ve despojados de su armadura tecno-orgánica, aunque sus rostros -tipicamente libre de máscaras- parecen humanas.

Como una nave desatrancada de su anclaje, una nave mercante ingoti se deslizó dentro la atmósfera terrestre…

Zuri, un mercader ingoti de renombre por sus negocios astutos, se preparó para la colisión, pero poco podía hacer para proteger a su copiloto.

Gem se agachó, cubriendo su cabeza con sus brazos, esperando que los arneses lo guardaran.

La diminuta nave aró un gran surco en la tierra pantanosa y se fue a estrellar en la ladera de una colina.

Al asentarse el polvo, Zuri parpadeó y volvió en sí. Estudió su armadura tecno-biomecánica. Viendo que estaba intacta, suspiró aliviado. Cojeando hasta la consola principal, revisó el estatus de la nave. Las luces de varios sistemas parpadeaban fuera de línea, pero el sistema de mantenimiento de vida se encontraba bien.  Echando un vistazo al almacén de carga, midió las reparaciones necesarias en su mente y dio paso al frente.

Gem permanecía tirado inconsciente.

Encuclillas a su lado, Zuri hizo una revisión diagnóstica rápida de las señales del traje bio-vida de Gem. Con una risita, cacheteó ligeramente la mejilla áspera de Gem. “Levántate, tonto flojo. Ya vamos retrasados, y a los Crestas no se les conoce por su paciencia”.

Apoyándose sobre un hombro se levantó con un pujido. Gem sacudió la cabeza como un buey ingoti confundido. “Pensé que ya me había pelado. ¿Qué pasó?”

Zuri se puso de pie y se talló la espalda. “El repuesto de Mantenimiento Orbital que trajiste se fundió, y nos mandó en picada espiral a la atmósfera. Lo hubiera imaginado. Fue muy barato para ser de calidad”.

“Jo… Me la han de pagar; no te preocupes”. Gem se levantó y fue hacia la consola. “¿Cuánto tiempo hasta que podamos partir otra vez?”

Mirando al techo, Zuri se cruzó de brazos. “Solo tomará unas horas con los dos reparándola. Pero he oído de este planeta – ¿Y qué si nos damos una vuelta?”

Gem frunció el ceño. “He escuchado sobre los humanos también. Primitivos y –“

“No dije nada de humanos. Por la División, si quisiera ir al zoológico, visitaría el de Helm”. Se tocó la barbilla. “No, ¿cómo ves si vamos a mirar por ahí un poco? Podríamos encontrar recursos valiosos. Los inglum pagarían bien…”

Una sonrisa chueca se dibujó en el rostro de Gem.

 

~~~

 

Al caminar contrabajos en el bosque, Gem se secó sus sudosas cejas. “¿Cómo puede alguien vivir aquí? ¡No es apropiado para vivir!”

Zuri se encogió de hombros. “No es donde a mí me hubiera gustado aterrizar –“

Un gruñido ronco los paró en seco.

Voltearon lentamente. Zuri levantó su desintegrador a polvo y apuntó al acercarse una bestia cuadrúpeda de pelaje leaonado.

Gem tragó saliva. “¡Esa cosa es enorme!” Volteando hacia donde venían voces humanas, sonrió. “Ah, los está rastreando”. Señaló hacia un claro donde un grupo grande de humanos se habían ubicado para un descanso”.

Agazapándose, Zuri echó un vistazo entre las ramas, observando al gentío.

Hombres, mujeres, y niños se concentraron alrededor de una figura -musculosa, alta, con pelo largo y negro.

Echando una mirada a Gem, Zuri sacudió su cabeza. “Están prácticamente desnudos -sin ninguna armadura tecno. ¡Me asombra que hayan sobrevivido! Debe ser más brillantes de lo que parecen”.

Después de tomar un paso atrás, envió un rayo de bajo poder quemando el follaje cerca del gato acechante, espantándola de nuevo al interior del bosque.

Gem frunció el cejo. “¿Por qué hiciste eso? Avisando al planeta entero que estamos aquí, ¿no?”

Zuri apuntó el desintegrador a polvo a Gem. “¿Queda algo de ti -ahí adentro, quiero decir? Nosotros una vez estuvimos desnudos y sin esperanza. Si los Cresta no nos hubieran enseñado –“

“Ellos nos usaron en sus estudios. No fueron generosos”.

“¡Pero aprendimos de ellos! Eso es lo que cuenta”.

Gem fijó la vista en el desintegrador a polvo que Zuri empuñaba. “Así que, ¿cuál es el punto?”

Metiendo el arma en la funda de su armadura, Zuri se encogió de hombros.

“Solo les estoy dando un chance para vivir y aprender”. Echó un vistazo a la nave. “Es hora de irnos. Tengo suficiente data para recuperar el tiempo perdido”. Frunció el cejo mientras se quitaba unas ramas de la cara. “Los Cresta pagarán tanto por la mercancía como por la información”.

Gem marchó detrás. “¿Y el Supremo Comando Inglum? ¿Qué dirán?”

Zuri se dio la vuelta y, tocando el hombro de Gem, elevó sus ojos al cielo. “A diferencia de mis expectativas, anticipo el día en que los humanos y su primitivo planeta sean muy útiles. Estamos en curso de intercepción. De cualquier modo -la información siempre paga”.

 

 

Capítulo III.

—EL PASTIZAL—

El Velo De La Muerte

 

Onías empuñó su cuchillo de obsidiana y consideró la figura de madera en su puño. Suspiró.

“Si te duelen los ojos, métete y descansa. No necesitas sentarte aquí. Está más fresco bajo la sombra”.

Sentando con las piernas cruzadas, Onías echó un ojito a su esposa, Jonás, y sonrió por su tono maternal. Se limpió el sudor de la frente y puso a un lado su cuchillo. Parpadeando, echó un vistazo abajo a su trabajo. La figura de un muchacho tallada de un tronco torcido lo miraba con fijeza.

La madera le habló, recreando imágenes en su mente. Solo recientemente había comenzado a tallar pedazos de ramas rotas, sacándole la impresión de un rostro o un animal. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Sosteniendo su cabeza en su mano, vagamente se preguntó si le había regresado la fiebre.

Jonás jaló una pesada manta de piel de su vivienda de paja y lodo al sol donde la ató sobre un lazo colgado entre dos postes firmes -los mismos postes que Onías había clavado en la tierra hacía poco cuando todavía estaba saludable. Rítmicamente golpeando el suelo, levantaba columnas de polvo al brillo del sol, su cara relucía con el sudor.

El golpeteo firme, en tono con el zumbido suave de las abejas, encantaba a Onías. La fragancia a vida nueva y el remolino de insectos que respondían con éxtasis a todas las posibilidades de la creación ampliaron sus ojos al contemplar el vasto y ondulante pastizal. Disfrutaba el contraste el verdor de la hierba fresca en contraste a un azul profundo del cielo.

Recargándose contra el muro de arcilla de su vivienda, él admiró su villa organizada en semi círculo de chozas pequeñas de dos habitaciones. Un gran espacio ovalado dominó el centro donde el clan se reunía por las tardes para compartir historias y dirimir disputas. Siempre había disfrutado escuchar a sus hermanos de clan compartir sus esperanzas y temores. Apretó la quijada. Dentro de poco estaría débil al punto de no poder sentarse y cansado para importarle.

Echó un vistazo hacia el noreste a través de las montañas. Las nubes esponjosas se deslizaban por la expansión del horizonte vistiéndose del aspecto de grandes montañas. Eran solo cosas cambiantes esas nubes. Eran impostoras en el peor de los casos, y en el mejor una ilusión mortífera. Como neblina que se desvanece al toque, así de efímera era la vida del líder de un clan.

Los ojos de Onías siguieron a un pastor joven cuando arreaba a sus cabritos en una pastura cercana, ofreciendo una expansión abierta para que los animales se esparcieran a gusto plácidamente.

Jonás se cubrió del sol con la mano sobre sus cejas, mirando el paisaje, murmuró. “¿Adónde se habrán ido Jael y Tobía?”

Regresando a la figurilla de madera sobre el regazo, ésta le arrancó una sonrisa a Onías al contemplar la belleza producida por sus dedos. ¿Qué fue aquella magia que entró en sus manos, permitiéndole dar vida a un trozo de madera viejo? La figurilla parecía cobrar vida conforme le daba forma. Por salir de la mano de un hombre alto, la semblanza a un muchacho real con los brazos abiertos, lo sorprendió. ¿Qué deidad le había conferido tal talento? ¿Cómo se había podido convertir en un creador, aunque fuera de algo tan pequeño?

Empuñando el cuchillo, le temblaba la mano. Cerró los ojos y se tragó toda su amargura. ¿Quién tenía el poder -y el deseo- para destruirlo a él? Esta pregunta lo atormentaba aún más que las fiebres que arruinaban su cuerpo con más frecuencia. ¿Qué se hallaba más allá del velo de la muerte? En su vejez, su madre y en una época más tarde, su padre se había enfriado y sus alientos cesaron en el velo de la noche. ¿Adónde se habían ido sus cautivadores espíritus llenos de vitalidad?

Onías inclinó la cabeza contra la pared, contemplando la nada, con sus manos quietas. Un buitre volaba en círculos muy en lo alto, escudriñando las debilidades de los de abajo. Bajando la mirada, Onías miró de cerca a su esposa, pero entendía bien que no debía hacer preguntas imposibles, ya que ella solo lo miraría en la profundidad de sus ojos, haciéndole beber remedios amargos antes de mandarlo a la cama, como si fuera un niño. Cerró los ojos, dejando que el sol cálido penetrara en sus huesos helados.

Jonás palmeó con autoridad materna, “Dije -métete ahora. Es†ás fatigado y necesitas descanso”.

Tallándose los ojos, Onías se encogió hacia adelante. Era inútil discutir. Ella tenía razón. No importaba que su alma sintiera escalofríos al contemplar la entrada oscura de su vivienda. Incorporándose con dificultad, tomó su cuchillo y la figurilla de muchacho, y se fue cojeando hasta la entrada. La sombra fresca lo llamaba, pero él deseaba la calidez solar. Se detuvo en el umbral. Su corazón latía. ¿Adónde iría a parar cuando su cuerpo se enfriara? Dudó dando un paso atrás.

Jonás se apresuró hasta él. “¿Te ha regresado la jaqueca?”

Dibujó una sonrisa forzada. “No, estoy bien”. Por impulso la tomó de la mano. “Pero tengo una pregunta”. Señaló una esquina junto a la vivienda.

“¿Oh?” Su mirada fina flaqueó. Asintió; lo asistió hasta la sombra acogedora, y se sentó a su lado. “¿Qué es eso?” El tono de su voz sugería una alegría ensayada.

Mirando la puesta del sol, Onías frunció las cejas ante la luz cegadora. “¿Qué vas a hacer cuando me vaya? ¿Quién te ayudará con los chicos?” Él pausó y miró para el otro lado, la mirada cayendo a tierra. “Obed es un buen hombre”.

Mirando con los ojos muy abiertos, Jonás se volvió al otro lado. “Onías -no”.

Al recorrer sus dedos sobre la espalda, Onías estiró las piernas. Era agotador ver qué tan flacas eran. Por eso se sentía tan fatigado; ya se hallaba en camino a la muerte. “Estaba pensando que, siendo Obed tan gentil con nosotros, y que está aquí tan seguido, que después que me vaya –“

Jonás le apretó las manos, reclinando la cabeza sobre su hombro. “¡No! No hables de esto. Solo descansa. Espera y ve. Nadie conoce el futuro. Vive cada día. No me pidas que piense sobre… ¡No puedo!”

Él alisó el cabello de ella, largo, castaño con la palma de su mano. Sus ojos divagaron hacia las nubes, perdiéndose en el horizonte. Sus párpados cayeron, y suspiró.

De repente, unas pisadas se detuvieron frente a ellos.

Onías miró arriba.

Jonás se levantó de un salto.

Ante ellos, permanecía de pie un hombre rechoncho de barba cerrada y cabellera despeinada castaña, destrenzada que bajaba por la espalda. Todo él era un bloque sólido, incluso sus trenzas. Sus piernas permanecían separadas para soportar el peso del corpulento. Pantalones de cuero, y una túnica áspera sin mangas adornaban el cuerpo. Los músculos brillaban al sol. Parecía tan sólido como para que ningún ventarrón lo volara, a pesar de mecerse innaturalmente con pronunciados jaloneos. Su boca desalentadora formaba una línea severa, aunque un deleite destellaba de sus ojos.

Jonás tragó saliva. “¿Sí, Eoban?”

La voz profunda del grandulón rugió. “¿Supongo que éstos son tuyos?”

La mirada de Jonás bajó del rostro poderoso hacia a la base de la túnica ondeante de Eoban, quien con dificultad, pudo exponer los muslos de dos pequeñines.

Los chicos pataleaban vigorosamente tratando en vano de zafarse. Sus quejidos amortiguados contrastaban con los momentos de silencio cuando tomaban respiros.

Jonás echó una risotada. Se incorporó, levantando los brazos para recoger a los niños. “¿Qué han estado haciendo los dos, quisiera saber? ¿En dónde los encontraste, Eoban?”

“No importa”. Las cejas de Eoban se alzaron a niveles peligrosos. “Por ahí en la orilla del lago. Regresaba de un viaje del norte cuando decidí hacer una parada, pero para mi sorpresa, no hallé pesca sino a dos chicos que les van a salir aletas. Fueron afortunados que pasaba por ahí”. Sin mayor ceremonia, los dejó caer al piso de tierra, dejando ellos escapar quejidos.

El más alto de ellos le alzó el puño a Eoban. “Estamos bien. Sabíamos lo que hacíamos”.

Jonás frunció el cejo en advertencia. “Jael”.

“Y no necesitaba levantarnos así, cuando llegamos a la aldea. Hemos venido y dicho -sin su pinchazo”.

Su copia en miniatura, Tobía, frunció la mirada tan amenazante como su hermano mayor.

La mano firme de Jonás cortó el aire dando la orden. Sus cejas negras se arquearon. “Les advertí a los dos la última vez que se fueron por ahí. Tú, Jael, eres el responsable de tu hermanito. Él es muy chico para irse tan lejos”.

Jael se sonrojó, recargando el brazo sobre el hombro del hermanito. “Es más rápido y fuerte de lo que crees”.

Tobía irradió.

Las sombras mudas vespertinas cayeron de lado al juntarse las nubes.

Jonás agitó el dedo contra los pequeños. “Se irán a la cama sin cenar. Eso les enseñará para que piensen antes de irse de vagos por ahí. Son suertudos que Eoban pasaba por ahí”. Alzó la mirada. “¿Cuántas veces ha ocurrido esto, Eoban?”

Ambos vaguitos echaban miradas a su madre y a Eoban, frotándose para estimular la circulación de la sangre en sus cuerpos.

Eoban forzó el entrecejo desaprobando. “Tres veces, Jonás. Los he atrapado tres veces. Solo las deidades conocen cuántas veces se han ido de vagos”.

“Tres veces son demasiadas veces. He sido muy indulgente”.

“¡Pero Eoban viaja!”, Jael chilló. “Va al norte para comerciar y se entera de las cosas en tierras lejanas. Va adonde se le da la gana”. Sus ojos destellaron con resentimiento.

Onías se levantó y posó las manos sobre el hombro de cada uno de sus hijos. “Tu madre es sabia. Ella ha visto a bestias salvajes atacar a los viajeros fatigados y a seres queridos padecer enfermedades y muerte. Hagan lo que dice. Váyanse ahora”, les dijo, sacudiéndoles el pelo con cariño.

Con los hombros caídos, los chicos se metieron a la casa sin ninguna prisa.

Onías se volvió a Eoban. “Gracias, amigo. Siempre eres tan gentil con nosotros. ¿Cómo sobreviviría esta aldea si no estuvieras aquí para rescatar a nuestros hijos de sus travesuras?

Se encogió de hombros, dando un suspiro, con falsa humildad.

Desde tiempos inmemorables, vagamos y sobrevivimos, y ahora hemos encontrado paz, nuestros jóvenes quieren viajar a tierras extranjeras”. La mirada fija de Onías remontó hacia el creciente nubarrón. “¿Qué se nos va?”

Eoban se cruzó de brazos, meciéndose sobre los talones. “Un muchacho no es tan diferente a la semilla de un gran árbol. Ambos deben ir a un lugar propio y empujar todo lo que les estorbe mientras se estiran hacia el sol. Están vivos y creciendo. En alguna ocasión el ser atrevidos les será útil”.

Jonás entró a la vivienda para echar un vistazo.

Eoban bajó la voz, acercándose a Onías. “Yo sé que no quieres escuchar esto, pero sería bueno contar con más exploradores que intercambien y escuchen las noticias del mundo. Beneficiaría el prepararnos para lo que sea. Además, me parece recordar una época cuando te gustaba explorar lejos”.

Jonás pegó la carcajada al acercarse junto a su esposo, apapachando su brazo.

Eoban se enderezó. “Es verdad; el clan depende mucho de mí”. Despidió su preocupación con un ademán. “Todavía puedo aguantarlo, pero debes entrenar a tus muchachos para que me reemplacen cuando me ponga viejo y requiera de descanso. Bastaría con tres o cuatro hijos”.

A Onías le dio risita al ver a Jonás sacudir la cabeza.

Eoban se abrió paso por la villa, luego se volvió y llamó. “Dile a los chicos que tengo cerdo asado para la cena, y me lo tendré que comer yo solo porque no pueden venir a ayudarme”. Dio la vuelta y desapareció detrás de una vivienda.

Los labios de Jonás dibujaron una sonrisa suave. “¿Lo ves? Nunca se sabe quién nos está cuidando. Veremos lo que trae el futuro”.

Onías alzó los ojos hacia las nubes que se juntaban. Pronto la negra noche las cobijaría. Solo en la memoria las estrellas centelleantes y una luna creciente hablan de una luz distante e invisible.

 

Capítulo IV.

—EL RÍO—

—El Encuentro de Aram en la Antigua Tierra—

 

Ishtar sabía que, si se oscurecía más, se pasaría del lugar de aterrizaje. Tenían que remar más rápido. La noche se aproximaba. Su misión, así como tres canoas llenas con los guerreros de su padre dependían de él para que hiciera su parte. El agua -todavía fría por la nieve derritiéndose en su descenso de las montañas allende- contrastaba con el vapor subiendo del cuerpo trabajado.

Se acordó de las instrucciones de su padre y la mirada disciplinante de su mamá. Era muy joven para la tarea, según su mamá, aunque ambos sabían que no era estrictamente verdad. Otros hombres de su edad salían en misiones relámpago, y hasta ahora, solo una había sido exitosa.

Con una sacudida, se propuso concentrar en la costa para encontrar el sitio exacto donde él y su padre, Neb, se habían conocido hacía unos meses.

Durante un largo viaje de cacería en la estación seca cuando las noches eran frías, su padre había visto señas de un poblado al sur. Después de investigar, Neb sonrió en su forma habitual. Ahí ante su mirada codiciosa, un pueblo desaparecía (¿). Los habitantes parecían ser fuertes, si bien no amantes de la guerra.

Ishtar reconoció el brillo en los ojos de su padre. Sus atrevidos soldados llevarían a cabo un ataque sorpresa para capturar prisioneros y llevarse un botín de herramientas a gusto. El corazón codicioso de Neb se había regocijado.

Mientras que el remo rebanaba el agua oscura, Ishtar acomodó la quijada. Conocía su deber y lo que su padre le exigía. Neb seguía con una fuerza mayor. Él envió a Ishtar a espiar la tierra de antemano, y a asegurarse que todo estuviera bien. Ishtar prepararía un reporte tan pronto como su padre aterrizara.

Cada guerrero había sido criado desde temprana edad para ser su mayor orgullo y logro el ser lo más terrible y aguerrido en la batalla. Algunos esclavos incluso adquirían su libertad mediante hazañas a favor del clan Río.

Ishtar sabía que el número de esclavos que traían a casa determinaría el éxito del asalto. Requerían de hombres y mujeres saludables. En caso de fallar, enfrentaría un castigo.

Ishtar recordó el castigo impuesto a Elam cuando éste falló la última misión. Cerró los ojos. Neb era bueno con aquellos que le servían bien, pero duro con quienes fallaban. La imagen todavía lo perseguía en las noches. Podía visualizar la mirada risueña de Elam cuando jugaban de niños en el agua. Imaginaba la mirada juvenil rebosante de orgullo de un hombre joven de cuerpo bronceado, pelo negro y grueso, y la barba inicial que le brotaba del rostro. Pensó que no podía causar daño a nadie. Luego vino el día de la batalla cuando Elam había guiado a sus hombres en dirección equivocada. Al terminar la escaramuza, los ojos de Elam se inundaron de vergüenza y angustia.

Pero los ojos de Neb se endurecieron como los de un felino acechante, nocturno, rojos y flamantes como el fuego, empero fríos y despiadados.

Elam falleció poco después a causa de ese sistema de justicia rígido. Ishtar no seguía los razonamientos de Neb. Solo conocía el aspecto y los sonidos de un hombre moribundo atormentado.

Ishtar sacudió la cabeza para disipar las telarañas de la duda. Su padre no siempre había sido tan duro. Él había cambiado como un árbol descuidado con enredaderas que le provocan la pérdida de su forma. Fu después de haber roto con el gran clan. Cruzaron vastas planicies y finalmente llegaron hasta las ansiadas tierras ribereñas.

 

Capítulo V.

—WOODLAND—

El Sol Naciente

 

Aram despertó al ruido de un murmuro discordante. Se enderezó, restregándose los ojos, y emergió de su tienda improvisada. Una vez levantado, revisó el panorama ante él. No tan lejos, Namah señaló en la distancia. Otros gruñeron a su alrededor, y ella negó con la cabeza vigorosamente.

Despabilándose, Aram se levantó. Un recuerdo efímero de su pesadilla lo congeló en el lugar. El felino monstruoso lo había atacado por la espalda, hundiéndole los dientes. Aun podía sentir los dientes fríos, filosos del felino y un olor húmedo a animal salvaje. Estremeciéndose, se talló los brazos. Echando un vistazo, se convenció que el felino no merodeaba por ahí. Entonces miró a la muchedumbre. El descontento del clan no era tan fiero, pero peligroso, sin embargo.

“Las planicies están ante nosotros, y no tenemos refugio ahí. Necesitamos retroceder hacia tierras que entendamos”. Barak, ceño fruncido en la frente, agitó los brazos al repetir la misma cantaleta una y otra vez, sin que nadie lo escuchara.

Aram casi sintió simpatía por él.

“Temes a las tierras llanas demasiado”. Namah siseó su desprecio con efectividad. Miró a Aram una última vez, y quiso tantearlo una última vez antes de retroceder. “¿A qué le temes, Barak, a las aves o al pastizal?”

Unas risitas se escucharon entre la gente.

Barak sacudió sus brazos flojos, como queriéndoles dar un mejor uso. “No conocemos esas tierras ni la gente que habita allá. Los clanes de los guerreros nos esclavizarán y nos matarán si no tenemos cuidado. Estamos exhaustos y sin protección. Debemos regresar a una tierra en donde estemos a salvo”.

 

Capítulo VI.

—EL CLAN RÍO—

Los Gritos De Batalla

 

El cuerpo de Ishtar dolía por dormir, pero las imágenes danzaban por sus ojos turbados. Su padre había esperado para atacar. Cuando las aldeas dormían, atacaron. Neb les había ordenado matar a tantos ancianos como fuera posible, y matar a todo joven que se resistiera. “Dejen a las mujeres y los niños como esclavos”.

Eran guerreros hábiles. La obediencia ciega era la norma. Poco antes del ataque, habían bailado ante una fogata rugiente, y cantado al unísono de los gritos de guerra de Neb. Habían bebido a satisfacción, y su sangre corría caliente con el deseo de encarar su fuerza con la del enemigo. Cuando se apresuraron hacia el campamento silencioso, sus gritos hicieron eco por la vasta expansión. Los chillidos de las mujeres y niños aterrorizados y las protestas de los débiles ancianos hirvieron en un tumulto de locura.

Ishtar había escuchado recuentos vívidos de ataques antes, pero nada se comparaba con la realidad aterradora de atravesar a un anciano indefenso con una lanza. Las mujeres y los niños llorando eran arrastrados de sus hogares, mientras que padres y hermanos luchaban en vano por defenderlos. Sus sentidos aumentaban el horror. Sin embargo, se sentía como si fuera un mero espectador, incluso al comprometer su cuchillo y lanza en acción. Nadie cuestionaba su habilidad de matar. La sangre escurría de sus manos, e incluso manchaba sus pies desnudos.

Al calentarse frente a la fogata, repasaba el ataque en su mente. Lo perseguía el recuerdo de ojos pidiendo piedad. Pero ya le habían advertido que esto podría pasar. Otros guerreros habían regresado con los ojos rojos de llorar, y los labios apretados. Pero una vez que se habían repartido los esclavos y las herramientas, la villa regresó a sus rutinas cotidianas. Inclusive los esclavos parecían resignados a su destino, sin añoranza de regresar a sus aldeas derruidas o a su pueblo desalentado.

Mas Ishtar no podía cerrar sus ojos en paz, ni ignorar las imágenes de las miradas aterradas de los aldeanos al darse cuenta de que la muerte era inevitable. Incluso las miradas cristalinas invisibles de aquellos impotentes se levantaron y hablaron como ninguna palabra lo haría. Los niños eran los que hablan más fuerte -aunque sus labios solo temblaban. Una ola de poderosas preguntas se levantó en la mente de Ishtar. Fallando, las lanzó lejos.

Forzó la mirada tratando de atravesar la negra noche.

Ninguna estrella brillaba. Incluso la luna se ocultó de la vista. Las nubes debieron haber encubierto las luces distantes que les habían auxiliado en su campaña asesina.

El rostro de un anciano al que había conocido en sus primeros años flotaba ante sus ojos. Un sirviente gentil sin familia cuidaba a los niños. Ishtar se sentaban con el anciano, y comía sobras de carne seca y nueces de su bolsa. Él contó historias de un Dios Creador que formó las tierras con su mano poderosa y escarbó los lagos y los ríos. Mandó lluvias y tormentas, levantaba la gran bola de fuego cada mañana para contar con el día, y la arrastraba bajo el horizonte para que pudiéramos descansar en la frescura de la noche. Cada historia entretenía a Ishtar y alimentaba el manantial de su ser.

“Ah, mi viejo amigo, ¿en dónde estás? Ojalá me pudiera sentar junto a ti y escuchar tus historias una vez más”.

Cubriéndose la boca con sus manos en un miedo paralizante, se irguió. Sintió un escalofrío en su rostro mientras un frío recorrió su espalda. Al ver el sueño ligero de los otros guerreros, apagó un quejido y se acostó. Una piedra se le encajó en la espalda. Se dio la vuelta, moviendo la puerta, la arrojó a un lado.

La cabeza de Ned asomó por el otro lado del círculo durmiente. Sus ojos de gato buscaron para luego reposar sobre su hijo.

Ishtar se paralizó. Podía sentir la mirada quemante de su padre. Aguardó. Lentamente la silueta de Neb se asentó. Todo era silencio. Ishtar cerró los ojos por la centésima vez.

En su mente, una mujer con ojos color cielo apareció a la mitad del día. Su piel brillaba como cobre pulido, y su cabellera negra brillaba como la tierra a la orilla de un río. Levantó una mano como para amonestar, sus ojos turbados. “¿Por qué sigues a tu madre hacia el mal?”.

La garganta de Ishtar se apretó. El dolor se arremolinó desde detrás de sus ojos. “los inocentes claman”.

El corazón de Ishtar latía tanto que parecía explotar de su pecho.

“Se te responsabilizará por cada acto que has hecho esta noche”.

Y como si el piso bajo sus pies cediera, Ishtar agarró su túnica, tratando de equilibrarse.

“Pero no desesperes, porque aún los culpables de gran maldad pueden cambiar de sendero”. La mujer se esfumó en la negra noche.

La mirada de Ishtar viajó por el campamento silencioso. Exhaló larga y lentamente. Cerró los ojos. Alguien sacudió bruscamente su brazo. Su padre permanecía de pie sobre él.

Neb miró de cerca en la oscuridad. “¡Despierta! ¡Debilucho como muchacha!” Su voz irrumpió como ramas secas.

“Sí, padre” Ishtar se apretó el estómago. “Comí demasiado después de tanta emoción”. Sonrió forzadamente para cubrir su confusión.

Neb miró de cerca la asamblea durmiente, ofreciendo una mueca. “Vuelve a dormir. Hay trabajo en la mañana”.

Ishtar se volteó de lado, y escuchó los pasos de su padre alejarse. ¿Maldad? Ishtar meditó en la palabra desde varios ángulos. ¿Cómo era concebible que todo lo que se le había inculcado estuviera equivocado? Las preguntas lo invadieron. ¡Quizás era el principio de la locura! Las lágrimas hicieron arder sus ojos parpadeantes. Se forzó a permanecer quieto.

¿Adónde podría ir? ¿A quién pedir ayuda? “Ay, ayúdame, viejo amigo. Que alguien me ayude”. Apretó sus ojos, así como sus puños.

Una visión del viejo se levantó frente a él, su voz tan gentil como siempre. “La maldad no es la fuerza más grande del universo”.

El terrible tumulto en la cabeza de Ishtar amainó y una lágrima solitaria rodó sobre su rostro.

 

Capítulo VII.

—EL PASTIZAL—

CARRERA CONTRA EL VIENTO

 

Obed se sentó sobre una piedra blanca y lisa a la orilla de la corriente. El agua burbujeante seguía su cauce sobre piedrillas blancas, formando un camino que la encauzaba desde las colinas del norte a cierta distancia, tierra desconocida en el distante sur. Su mirada recorría ligeramente el agua cristalina.

Una brisa fresca irrumpió por la planicie y agitó el lánguido pastizal. Sopló en su pelo, que había escapado un teñido de cuero. Talló su corta barba castaña, que hacía juego con su pelo fluido.

Al empuñar una raíz chueca, la estudió. Unos cerdos y cabras comían estas raíces, causándoles enfermedad y muerte tiempo después. No parecía enfermarlos luego, luego, sino solo después de una prolongada dieta.

Hace unos días mientras visitaba a Onías, Jonás había traído una comida. En ella se hallaba un platillo con estas mismas raíces, cocidas y hechas puré. Cuando preguntó sobre ellas, Jonás le dijo que las acababa de descubrir. A Onías le encantó, aunque no a los niños. Pero Jonás estaba desilusionada porque no le había quedado como a su mamá, y no sabía tan bien como ella recordaba.

¿Acaso podría ser esta raíz la causa de la enfermedad de Onías? Si tenía razón, podía salvarle la vida.

De pronto, el cuerpo delgado moreno de Jael se vio. Corrió con los brazos abiertos como si quisiera atrapar al viento. El niño, al ver a Obed, gritó “OOOBBED” al viento.

Obed levantó la vista al vasto cielo azul, como si le quisiera pedir al cielo su abundante que compartiera su paciencia.

“Obed, ¿adivina qué? Sé que no sabes. ¡Es asombroso!” Jael se soltó platicando mientras tomaba la mano de Obed. “¿Te acuerdas del cabrito enfermo que encontramos? Bien, pues mejoró, y lo curé yo mismo. No me mires así. Sabes que digo la verdad. ¿Te acuerdas que no comía, y que dijiste que moriría? Pues, pensé en la porquería del búho que una vez me mostraste, y cómo los búhos deben escupir para que puedan comer otra vez. Me dije a mí mismo que quizás el cabrito tenía algo adentro que necesitaba expulsar. Así que fui por esa hierba que te hace crecer -la que me prohibiste tocar. Se la di al cabrito. No la quería comer, pero lo obligué porque pensé que moriría si no se la daba. Bueno, vomitó y luego se echó, y cerró los ojos. Pensé que estaba muerto. Pero cuando lo llevé a la pastura, comenzó a comer de nuevo como los otros. Lo curé, ¿verdad?” Sus ojos oscuros imploraban a Obed.

Obed pasó los dedos de la mano por la cabellera espesa del niño, una sonrisa sobre sus labios. “Sí, claro. Eres muy listo, y has hecho más bien de lo que crees, Jael”.

El niño relumbró, jaloneando la mano de Obed. “Vamos, le diremos a todos. Todos se alegrarán de que salvé a un cabrito, ¿verdad?”

“Seguro que sí”. Obed dejó que Jael lo bajara de la tibia roca. Echó una última mirada al agua bulliciosa, luego dejó que la mano de Jael mientras que el chico corría a contra viento sobre el pastizal ondulante rumbo a casa.

 

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